Hacía un tiempo que había conocido a un druida
kaldorei con el que parecía compartir todo cuanto amaba. Y lo más importante,
me amaba. Ayshlad y yo pasábamos los días juntos, desde que los primeros rayos
de sol se colaban por entre las copas de los árboles hasta que la Dama Blanca
se alzaba esplendorosa en el techo del mundo en compañía de la Niña Azul. Ambas
lunas iluminaban nuestras noches. Paseábamos por los bosques de Costa Oscura y
Vallefresno, nadábamos en el mar, comíamos juntos... pero jamás habíamos
entrelazados nuestros dedos ni nos habíamos dedicado una caricia. Estar cerca
de él me producía un agradable escalofrío, mi corazón latía frenéticamente,
desbocado. Era la primera vez que me sentía así con nadie.
Una brisa fresca me despertó por la mañana. El
Festival de Fuego del Solsticio de Verano se aproximaba, anunciando el inicio
del verano. Tras asearme, vestirme y desayunar algo, fui a pasear con Ash'andu.
Salimos temprano, con los primeros rayos de luz que anunciaban el nacimiento de
un nuevo día. Me sentía con energía, con ganas de pasear y de aventuras. Puse
rumbo en dirección al pequeño refugio que había en Vallefresno, junto a la
linde con Costa Oscura. Solía ir hasta allí y volver, vigilando los caminos con
Ash'andu y con mi arco. Me encantaba el tiro con arco. Junto a la casa donde
vivíamos mi hermana y yo había un árbol en el que me gustaba colgar mi diana y
practicar, aunque disfrutaba más cuando entre las centinelas nos retábamos
cuando entrenábamos juntas en Darnassus. Al regresar me encontré una carta de
Ayshlad en casa, citándome en la ciudad. ¿Qué querría? ¿Habría ocurrido algo?
Nunca antes me había citado, y aquello me intranquilizaba. No tenía ni la menor
idea de porqué querría verme.
Aquella noche apenas pude dormir pensando en
todas las posibles razones por las que podría citarme.
Antes de que el sol empezara a penetrar por las
frondosas copas de los árboles, yo ya me había puesto mis mejores prendas. Me
miré al espejo y me recogí el pelo de mil y una formas, con los nervios a flor
de piel. Finalmente decidí dejar que mis níveos cabellos cayeran libremente
sobre mi espalda, adornándolos con alguna pequeña flor. Tomé el primer barco
que salía hacia la corona de la tierra, Teldrassil. Caminaba por la cubierta de
un lado a otro. Mis pensamientos se centraban en que seguramente Ayshlad me iba
a dar una mala noticia.
En cuanto puse el pie en tierra firme y me
adentré en la ciudad, me dirigí a toda prisa hacia el lugar de la citación, la
charca que se hallaba cerca del bancal del artesano. Era un lugar precioso y
tranquilo, perfecto para descansar y relajarse. Los árboles cubrían el manto
celestial, dejando entrever su inmensidad entre las ramas que se abrazaban
entre sí. La luz que dejaban pasar iluminaba el pequeño claro, y allí estaba
él, esperándome. El corazón me dio un vuelco cuando posó su mirada sobre mí
mientras me acercaba. Dibujó una dulce sonrisa y me perdí en sus labios por un
instante, devolviéndole el gesto inconscientemente.
—¿Q-qué querías?
Me fallaba la voz, tartamudeaba. Cuando estaba
con él perdía todo control sobre mí misma.
—Tengo algo que decirte —anunció.
Cogió mis manos con suavidad y clavó su tierna y
ambarina mirada en mis ojos, deslizándose de vez en cuando hacia mis labios.
Aquello me puso aún más nerviosa si era posible.
—Te... amo— dijo en un susurro,
notablemente nervioso también.
El tiempo siguió transcurriendo con total
normalidad para el resto de habitantes de Azeroth, pero no para Ayshlad y para
mí. Ambos estábamos descubriendo un mundo completamente nuevo. Estábamos
poseídos por una vorágine de amor y deseo. Con el paso de los meses acabé por
ofrecerme y unirme a él, entregándole cuanto me quedaba por darle de mí.
Pero tal y como la felicidad y la dicha habían
llegado a mi vida, terminaron desapareciendo con la misma premura. Ayshlad
había desaparecido de la faz del mundo. No había ni rastro de él, nadie sabía
adónde podía haber ido. Mi hermana también había desaparecido poco antes que él
para hacer su vida con un humano, Arcthor. De repente me encontraba sola y
tenía miedo. No sólo por mí, sino por lo que crecía en mi interior lentamente.
Aquello me aterraba.
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