Mientras que el recién estrenado druida, Thoribas, había ingresado a una recluta —a la cual aún no había tenido la oportunidad de conocer— en las filas de la orden, yo tenía la oportunidad de hacer lo mismo con el hombre que frente a mí se hallaba. Se dio la vuelta cuando pronuncié su nombre e hice un breve examen a su apariencia. Superaba los dos metros de altura, su piel era de un tono plateado que iba a juego con sus profundos ojos, del mismo color aunque con un ligero brillo ambarino. Sus níveos cabellos descendían libres por su espalda. Sin duda era atractivo y sus ropas llamaban la atención tanto como él y el aro metálico que unía sus fosas nasales. Contrariamente a los típicos colores usados por nuestros congéneres, Dath'anar lucía una armadura de cuero de buena calidad y tonos marrones y rojizos, ligeramente manchada. Una capa rubí colgaba de sus hombros junto a un carcaj y un arco, mientras que un par de facas colgaban de su holgado cinto.
Sin duda no era lo que me esperaba encontrar y
me sorprendió estudiándole, me había entretenido más de la cuenta observando
sus facciones. Me miró fijamente mientras me dedicaba una sonrisa.
—Saludos.
Aunque era obvio que estaba en plena forma, me
interesaba averiguar si era capaz o no de acatar órdenes y ver otras aptitudes,
no sólo las físicas; su habilidad en batalla sería algo que no tardaría en ver.
Le hice las preguntas de rigor: por qué quería ingresar en la orden, su
entrenamiento, experiencia y su edad. No sería el primero que no llega a los
doscientos años y desea participar en una guerra sin haber recibido un mínimo
entrenamiento.
—Trescientos veintiséis, ¿acaso importa?
—Siempre importa— respondí—. Sois joven, pero
tenéis el cuerpo trabajado. ¿Cuánto hace que empezasteis a ser entrenado?
—Desde que tengo uso de razón.
Tras finalizar la entrevista y hacerle entrega
de su nuevo tabardo y la runa con la que podría comunicarse con el resto de
miembros, decidimos hablar sobre las noticias provenientes de Vallefresno.
Astranaar estaba en ruinas, hecho cenizas. Me gustaba cómo hablaba, su
seguridad en sí mismo y en sus palabras, aunque no pecaba de ello. Pese a que
su indumentaria pudiera parecer inadecuada para alguien de nuestro pueblo y
poco pudieran esperar otros de él, sus modales eran impecables. Aquello me
agradó, pues cada vez era más difícil hallar gente de nuestra raza que no
pareciese haber adaptado costumbres de nuestros aliados humanos. A la mayoría se
les podía ver camino del Cerdo Borracho, si no saliendo del local.
Me despedí de él tras indicarle que estaría bajo
mis órdenes directas como centinela de la hermandad y me dirigí hacia el
barracón para hablar con Thoribas. El recluta no dudó en usar la runa —la cual,
al contrario que el druida, había sabido usar sin problemas—, impaciente por
recibir órdenes. No tuve más opción que decirle que estuviera a la espera, pues
en ese momento no había nada por hacer.
Thoribas se hizo de rogar, pues tuve que esperarle.
Afortunadamente estaba al tanto de lo que había sucedido en Astranaar y de su
actual estado, pero no parecía tener la menor gana de participar en la batalla
contra los orcos. ¿A qué esperaba para ayudar a recuperar lo que era nuestro, a
defender nuestras tierras? Si la Horda avanzaba como lo estaba haciendo, de
Vallefresno podían pasar a Costa Oscura, y de ahí a las capitales de Darnassus,
Ventormenta y El Exodar, la nave draenei donde se habían establecido los
supervivientes del accidente, en la Isla Bruma Azur, al oeste de Teldrassil. Me
parecía increíble que fuera a quedarse de brazos cruzados cuando antes de
partir a las tierras heladas de Rasganorte hubiera dado su vida por defender
hasta una brizna de hierba. Decidí darme por vencida y zanjar el tema, se había
cerrado en banda con no asistir a la defensa de Vallefresno, de modo que le
hablé del nuevo recluta. El tercer punto, disculparme por mi comportamiento, me
lo ahorré y pasé directamente a anunciarle mi decisión de movilizar a los reclutas
que teníamos a la Atalaya de Maestra. Si él no quería hacer nada, adelante,
pero que no se dijera después que no lo intentamos. Finalmente salí malhumorada
del barracón. No había forma de entablar una conversación normal y corriente
con él.
Me cité con Dath'anar para ir a la Atalaya, en
los frondosos bosques de Vallefresno. Defenderíamos como mejor pudiéramos lo
poco que nos quedaba de nuestro territorio. Nos encontramos en el centro de
Darnassus, junto al árbol con formas animales talladas en él, y nos dirigimos
hacia la Aldea Rut'theran para coger el barco que nos llevaría al puerto de
Auberdine. En el navío le expuse lo hablado con Thoribas, que dentro de la
orden ahora portaba el rango de Archidruida.
—El Archidruida prefiere tomarse las cosas con
calma, pero el tiempo corre en nuestra contra.
—Calma...— hizo una breve pausa, colocándose
tras la oreja derecha un mechón de blancos cabellos que se mecía por la brisa
marina sobre su rostro—, eso no existe para nosotros ahora mismo.
—Es por ello que he dado la orden de
movilización. No voy a permitir que perdamos nuestras tierras sin más. Estamos
tú y yo en esto, pues el Archidruida no parece tener intención alguna de
participar.
—¿No está a favor de combatir?— me preguntó.
Parecía sorprendido por el hecho, pero yo ya me había acostumbrado a la
pasividad de Thoribas.
—Se encontrará con nosotros en la Atalaya de
Maestra cuando haya zanjado unos cuantos asuntos.
Sabía en mi interior que aquello no era cierto,
que era una excusa que el druida me había puesto, pero de algún modo guardé la
esperanza de que aparecería.
En cuanto desembarcamos en Auberdine, me dirigí
a la casa de mi hermana para recoger las cosas que allí había dejado con
anterioridad. Me encontré rápidamente con Dath'anar, nos hicimos con unas monturas
y pusimos rumbo a la Atalaya, donde no encontramos a nadie para nuestra
sorpresa.
—Esperaremos— anuncié.
¿Qué otra cosa podíamos hacer mientras nuestras
esperanzas se desvanecían?
La Atalaya de Maestra era un pequeño campamento
situado al sur de las ruinas de Ordil'Aran. Nos habían permitido dejar nuestras
cosas en el interior del amplio edificio situado al lado de la alta torre,
desde la cual se podía vigilar perfectamente el camino y parte del bosque
adyacente. Dath'anar, quien prefería ser llamado Enthelion, esperaba mis
instrucciones mientras vigilaba atento. Parecía ser un buen soldado, pero algo
me decía que no acataría las órdenes sin más. Daba la sensación de que se
negaría a cumplir cualquier cosa que fuera contra sus principios, y me alegraría
que así fuera. Salí del habitáculo para dirigirme hacia una ladera cercana, con
el carcaj colgando de mi espalda y el arco en mano. Si los orcos preparaban un
ataque sorpresa en algún momento no me cogerían desprevenida.
Usé la runa que hacía de veces de comunicador
para pedirle a Thoribas que enviara a su recluta hacia nuestra posición y que
se pusiera en contacto con otra organización similar a la nuestra. El centinela
no tardó en acercarse a mí junto a sus inquietudes. Sí, un ataque contra la
Atalaya sería funesto y no, no contábamos con aliados. Sin embargo, aquello no
era mi único temor. Me asustaba la idea de llevar a alguien al campo de batalla
y sufrir bajas. No me veía capaz de soportar el pensamiento de que mis
decisiones acabaran con la vida de ninguno de mis hombres. Decidí que era hora
de alejar esos miedos de mi mente, pues ahora eran una distracción, y dar un
paseo por los alrededores de Astranaar. Eso me serviría para despejarme y
evaluar el estado del pueblo. En cuanto le anuncié a Enthelion mi plan,
rápidamente se ofreció a acompañarme y accedí gustosamente. Montamos una vez
más sobre nuestras monturas, ya descansadas, y nos dirigimos hacia la aldea.
Habíamos hecho el recorrido en absoluto
silencio. Observábamos a nuestro alrededor, atentos a cualquier movimiento que
nos resultara extraño. Nuestra gente gozaba de un agudo oído y una afilada
vista, y ambos conocíamos aquellos bosques como la palma de nuestra mano. La
suave brisa que mecía las hojas de los árboles nos traía los aromas mezclados
de la diversa flora local, pero al acercarnos pudimos notar el olor a madera
carbonizada y ceniza. Decidimos desmontar antes de llegar a Astranaar y ocultar
nuestros sables para poder acercarnos mejor. Las vistas desde donde estábamos
eran, sencillamente, devastadoras. No pude evitar llevarme una mano a los
labios. El fuego había consumido gran parte de los edificios y podíamos oír el
aleteo de algún que otro dracoleón surcando el cielo, vigilando su nueva
conquista junto a los jinetes orcos que los montaban. Cautelosamente me adentré
en el pueblo, mientras Enthelion se desvaneció con gran sigilo entre los
edificios semiderruidos. No pasó mucho tiempo hasta que le pedí que regresara a
la Atalaya mientras le echaba un vistazo a la parte este.
—Os esperaré en la salida este de Astranaar.
Avisadme para cualquier cosa, no tardaré en llegar— fue su respuesta.
No había señales de ningún miembro de la Horda,
de modo que me dirigí hacia el punto de encuentro. Enthelion ya se encontraba
allí cuando llegué, manteniéndose en posición firme. Le expuse cómo iban las
cosas y di la orden de regresar a la Atalaya.
Dejé mi arma, las hombreras y los guantes a un
lado una vez llegamos a nuestra provisional base. Nos habíamos apostado en un
pequeño hueco situado tras el edificio principal. Noté la mirada del recluta
fija en mí, pero no dejé que eso me perturbara. Tenía otras cosas en las que
pensar en aquellos momentos.
—¿Os ocurre algo?
—Tengo cosas en la cabeza que no tocan, lo
siento— me disculpé.
—No es fácil olvidarse de algunas cosas, no
tienes porqué disculparte— ¿Enthelion tuteándome?—. No la molesto más, estaré
ahí arriba dejando mis cosas.
Tenía unos modales impecables, pero me
sorprendió que por un momento se olvidara de ellos. Recogí lo que me había
quitado y lo dejé junto a sus objetos, quedándome detrás de él, que permanecía
sentado mientras vigilaba. Le observé durante unos instantes y recordé algo.
—Se me olvidaba comentaros algo... Quizá
aparezca un gnomo de vez en cuando; ignorad todo cuanto diga o haga. Os irá
bien para mantener la compostura e incluso la cordura.
—Como queráis— contestó, frunciendo el
entrecejo.
El silencio se hizo una vez más entre nosotros y
aproveché para alejarme un tanto, sacando la runa de la bolsa de cuero que
colgaba de mi cinturón.
—Thoribas, ¿avisaste a la muchacha respecto
al gnomo?
—¿Para qué? Si le hace algo, le freirá vivo.
—¿Una chica con carácter?— pregunté.
—Con mucho, créeme. ¿Cómo ha resultado el
nuevo, da la talla?
Dudé durante unos instantes. No debía dar mi
opinión al respecto a sabiendas de que estaría escuchando, así que me limité a
decir que esperaba algo peor. El druida, sin embargo, dijo que la elfa daba la
talla con creces. Estaba completamente segura de que Enthelion no me
defraudaría, así que decidí extenderme un poco más.
—Por lo poco que he visto de él, la da.
—Lo veremos dentro de poco, descuida— anunció,
aunque en un tono que no me gustó nada.
—Estoy segura de ello. Por cierto,
Thoribas... Guarda las distancias con la chica.
No eran celos y no debí hacer aquel comentario,
pero la ira que tenía acumulada hacia él hacía que cada vez estuviera más cerca
de mis límites.
Una vez finalizada la conversación con el
Archidruida, regresé al lado de Enthelion y hablamos respecto a la situación de
Vallefresno una vez más y la de la orden misma. Estábamos sin miembros. Tan
sólo una recluta, él, Thoribas y yo. Además, el druida no me había puesto al
corriente respecto a la novata. Desconocía su nombre, su experiencia en
combate... y hasta si tenía o no una runa con la cual comunicarse con el resto
de nosotros. Debería guiarme por las últimas palabras que había escuchado de mi
camarada, pero desconfiaba de él. Desde su marcha a Rasganorte parecía haberse
convertido en un ser tan helado como el propio continente al que había ido. Se
mostraba distante, frío, prepotente y no me ponía al día de nada.
—Como siga así no me quedará más remedio que
avisar a la Alta Sacerdotisa y que haga lo que deba con él— comenté.
No se mostraba en ningún modo cooperativo y ni
siquiera parecía preocuparse por cómo iban las cosas en Vallefresno. Sonreí
brevemente al centinela mientras le miraba, era un kaldorei agradable a la
vista.
—Lamento vuestra situación. Si pudiera ayudar en
algo, sólo tendríais que decírmelo—. Sus palabras parecían totalmente sinceras,
deseosas de ayudar—. Aunque ahora no pienso con claridad— murmuró.
Ojalá pudiera saber qué turbaba su mente para
poder ayudarle. Me conformaba con ayudar por poco que fuera, aunque fuera para
sentirme mejor conmigo misma por no haber podido hacer nada por Astranaar. No
obstante, decidí retractarme. No debía darle mi opinión personal respecto al
Archidruida y tampoco quería que le prejuzgara tras escucharme dolida.
Le vi adelantarse grácilmente hasta un montículo
cercano, quedándose inmóvil y con la mirada fija en la nada. Le miré y me
acerqué, posando una mano sobre su hombro para que supiera que estaba ahí.
—¿Os encontráis bien?
Giró su hermoso rostro hacia mí, pero no llegó a
mirarme. En sus labios se dibujó media sonrisa.
—Claro, ¿por qué?— me preguntó.
—Parecéis algo... nostálgico.
Señaló el edificio principal de la Atalaya de
Maestra, hacia donde desvié mi mirada unos momentos antes de volverla hacia él.
—Estoy viéndola arder. Al igual que todos los
árboles de alrededor.
Apreté ligeramente mi mano sobre su hombro. No
sabía a quién intentaba consolar, si a él o a mí misma.
Necesito más.
ResponderEliminarYa sabes, te toca esperar al miércoles que viene. Las cosas de palacio van despacio, y como tú actualizas de uvas a peras... ;)
EliminarYo actualizo todos los putos días.
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