Me había ido a un rincón para pensar, pero
Vallefresno evocaba en mí recuerdos maravillosos y dolorosos a la par. Había
conocido a Ayshlad en aquel lugar, pero se había desvanecido de un día para
otro, como los sueños desaparecen al despertar por más que intentemos
aferrarnos a ellos. Había dado a luz a mi primogénito, pero se lo habían
llevado como el viento se lleva consigo las hojas del suelo. Todo parecía haber
pasado tan rápidamente, y la persona en quien creía poder confiar y hallar
consuelo se había distanciado. Me arrepentiré de por vida el haber permitido a
Baenre que se llevara a mi pequeño.
—No se aleje demasiado —decía la voz
de Enthelion a través de la runa.
—¿Es éste?
—Sí —contesté a la pregunta de
Thoribas—. No he salido de la Atalaya. Enseguida regresaré, sólo
necesito algo más de... aire.
Tras guardar en el bolsillo del pantalón el
objeto comunicador no pude evitar romper a llorar. Jamás olvidaría esos
ambarinos ojos entreabiertos, esa naricita tan pequeña, los primeros cabellos
verdosos... Era imposible quitarme de la mente esos recuerdos tan hermosos que
parecían ya distantes. Era mi hijo, y estaba segura de que jamás volvería a
verle.
Tras unos minutos, las pisadas de alguien me
alertaron de nueva compañía. Me sequé rápidamente el rostro mientras me ponía
de pie. Enthelion me miró mientras se acercaba.
—¿Estás... bien?
—Sí, perfectamente.
Carraspeé para serenar mi voz, sabiendo no haber
sonado nada convincente. Antes de que pudiera decir nada más, comenzó a girarse
para marcharse.
—Sentaos, estaré arriba —dijo dándome la
espalda.
Agradecí a Elune que no fuera como Thoribas y
que se diera cuenta de que necesitaba estar sola.
La noche caía sobre Vallefresno lentamente,
dándole un encanto único. La estrellada bóveda celeste se vestía de luto y los
farolillos iluminaban con luz mortecina los caminos de los bosques. Apenas
llegaba un reflejo violáceo a los árboles más cercanos. Nuestros bosques
siempre habían poseído cierta magia oculta, una belleza inusitada. Era una
gozada hacer guardia en una noche así, aunque mi mente se encontraba ocupada en
el hombre de mi vida, Erglath. De vez en cuando dedicaba algún pensamiento a
Thoribas o incluso a Enthelion, a quien debía despertar de madrugada. Sin
embargo, antes de acostarse se acercó a mí, trayendo consigo el aroma que
sutilmente desprendía su piel. Preguntó por la casa situada al noroeste, cerca
de la linde con Costa Oscura. Sus palabras tenían razón, estaríamos más seguros
allí y el lugar siempre estaba provisto de mantas para los viajeros. El joven
guerrero dispuso los sables mientras yo recogía nuestras cosas, y a la salida
de la Atalaya nos detuvimos. Nuestros sentidos nos indicaban que en Astranaar
sucedía algo, pero cualquier rastro de actividad cesó con rapidez. Aunque
estuve tentada a acercarme, retomamos la marcha hacia nuestro nuevo destino.
Dejé mis cosas en el piso superior tras
acariciar a mi sable. Cuando regresé a la planta baja me apoyé en la barandilla
mientras observaba a mi compañero de aventuras. Subió la rampa del edificio
para dejar sus pertenencias y descender en apenas un momento. Era ágil y sus
pasos silenciosos para quien no prestara atención.
—Daré una vuelta en busca de una charca durante
un rato, si no os importa. Volveré en cuestión de una hora —anunció.
Asentí antes de indicarle dónde se hallaba la
más cercana. Cuando se fue, marché a dormir. Estaba cansada, mi cuerpo pedía a
gritos que me tumbara. Quería gritar y llorar. Quería desaparecer.
Llevaba unas pocas horas despierta. Había ido a
recoger algo de fruta para desayunar y me dedicaba a vigilar el camino,
impasible ante la brisa que murmuraba a mi alrededor. Me recordó a cuando
estuve con Thoribas en ese lugar, esperando a que Ayshlad apareciera y todavía
encinta. Permanecía de pie, junto a la entrada, cuando tras de mí escuché unos
pasos. Puse rápidamente al día a Enthelion: Thoribas se retrasaría y la Horda
no había dado ningún paso, de modo que iría a echar un vistazo por los
alrededores. Monté en mi sable, admirando su belleza. Pelaje suave y blanco,
atigrado, con patas fuertes y una excelente dentadura, por no hablar de sus
afiladas uñas retráctiles. Eché una ojeada a la Atalaya de Maestra antes de
dirigirme a una charca cercana, donde me daría un pequeño baño. Pensé que eso
podría relajarme, pero no consiguió surtir efecto. Me embriagaba la sensación
de no estar sola, aunque no logré vislumbrar a nadie. Dejé que mi cuerpo se
secara con la brisa y me vestí, volví a montar y dejé que el viento me secara
el pelo por el camino.
Al llegar no vi a nadie, con lo que asumí que
Enthelion habría salido. Sin embargo, no fue así, pues se hallaba en el piso
superior, donde me coloqué correctamente el tabardo de nuestra orden.
—Si necesita algo no tiene más que pedirlo. No
os resultará beneficioso estar así en estas circunstancias, General.
Le miré con una pequeña sonrisa. Sabía que no me
hacía bien preguntarme en cada momento del día dónde estaría mi hijo, y cómo,
pero era un tema que difícilmente podía alejar de mis pensamientos. Ojalá me
hubiera largado de allí con mi pequeño cuando tuve la ocasión, ojalá no hubiera
detenido a Thoribas cuando fue detrás del gnomo para recuperarle.
—Sólo una pequeña cosa: puedes dejar de llamarme
General o de tratarme con tanta formalidad. Admiro tu cordialidad, pero no es
necesaria.
Percibí esa deliciosa sonrisa dibujada en sus
labios mientras permanecía con la mirada al frente.
—Te lo agradezco, de veras.
Charlamos un poco más respecto a la situación, a
cómo la Horda había avanzado a través de nuestros bosques y a la pasividad de
Thoribas.
—Es una lástima que estemos perdiendo todo esto.
—Madera, es cuanto ven los orcos aquí— dijo en
un tono marcado de tristeza.
Era hermoso ver el amanecer en Vallefresno, cómo
el sol se alzaba imponente intentando atravesar con sus rayos las copas de los
árboles.
—Pero ni el sol puede con el bosque— murmuró—,
no sé por qué ellos deberían poder.
—Es como si Elune nos diera la espalda— dije
tras unos instantes.
Pese a nuestros pensamientos, Elune no nos había
dado la espalda en ningún momento. Todo se estaba viniendo abajo y nosotros
éramos los únicos responsables. No habíamos hecho nada, absolutamente nada, por
proteger Astranaar y todo cuanto la Horda había atacado. Me avergonzaba por
ello. Era como si nos hubiéramos rendido en lugar de darlo todo. Según
Enthelion, podría ser miedo. Quería pensar que era porque algunos consideraban
más importantes sus vidas que las de todo un bosque, que se debía a que les faltara
coraje. Aunque Enthelion aseguraba que a mí no me faltaba, yo no estaba tan
segura. Thoribas creería que era, simplemente, estúpida. Fruncí el entrecejo
inconscientemente, me ponía enferma acordarme de él y seguía sin estar segura
de qué sentía por él. Sabía que me había utilizado y que le odiaba por ello.
—Dame tu opinión, ¿vendrán?— preguntó acerca del
grupo que esperábamos.
—Confío en que lo hagan, y creo que lo harán en
cuanto haya otro ataque por parte de nuestro enemigo. Sería vergonzoso para una
división kaldorei no acudir cuando se le necesita.
—Lamento no tener la misma confianza que tú—
confesó.
—Ahora mismo es todo cuanto nos queda,
Enthelion. Confiar y tener esperanza.
Asintió y se marchó lentamente bajo mi atenta
mirada, la cual aparté una vez desapareció de mi vista. Se dirigía al
aserradero. Quedarme sola era como una pesadilla, sólo podía pensar en Erglath
y me odiaba a mí misma por no ir en su busca.
Cogí una pequeña manta blanca de mi mochila de
cuero marrón y la llevé conmigo. Rodeé Astranaar hasta llegar a un pequeño
campamento kaldorei abandonado a las orillas del lago que rodeaba el pueblo.
Encendí un pequeño fuego y observé la manta, abrazándola contra mí. La había
limpiado, pero aún quedaban restos de sangre por haber cubierto con ella a mi
pequeño tras darle a luz.
—¿Estás bien?
Enthelion se había acercado a mí y ni le había
oído llegar.
—Sí, tranquilo— contesté—. Tan solo estaba
recordando cómo eran Astranaar y Canción del Bosque antes de que la Horda
atacara.
—No es conveniente que nos quedemos demasiado
tiempo, Dalria.
Apreté ligeramente la manta antes de echármela
al hombro y ponerme en pie mientras le daba la razón. Sí, había sido una
estupidez por mi parte ensimismarme ahí, y más encender un fuego.
—Déjame montar contigo— le pedí.
Nos acercamos a su sable y dejé que montara
sobre su lomo. Puse las manos sobre sus hombros para montar tras él,
aferrándome a su cintura para no caer.
Cuando llegamos a la Atalaya de Maestra,
Enthelion desmontó y me tendió la mano para ayudarme a bajar. No me gustó notar
el tacto de sus guantes, aunque sin duda eran de excelente calidad. Ambos
volvimos a nuestro habitual puesto en la Atalaya y miré al frente, centrando
una vez más mis pensamientos en Erglath.
—¿Te ocurre algo?— preguntó, mirándome el
vientre.
Seguí su mirada. Inconscientemente había estado
acariciándome el vientre, el cual aún estaba algo hinchado.
—Oh, es una costumbre— ladeó la cabeza, no muy
convencido al parecer—. Di a luz a finales de año. Aún no he logrado
acostumbrarme a... no tener barriga.
Esbozó media sonrisa en sus labios y aparté la
mirada rápidamente de ellos, volviéndola hacia el frente. Me preguntó por
Thoribas y cuándo tenía pensado venir pero, por más veces que le
preguntaba, el druida no cesaba de decir que tenía tareas más importantes. No
importaba cuántas veces le reprochara que fuera a permitir que la Horda acabara
con cuanto aún nos quedaba en Vallefresno.
—Hago lo correcto simplemente— fue su respuesta.
—¿Lo correcto es dejar que acaben sin más con
nuestras tierras?
—Lo correcto es lo que estoy haciendo. Punto.
Era hora de hacer cambios. Me dirigiría a la
capital kaldorei por la mañana. Había intentado todo diálogo posible con él,
pero no podíamos seguir así.
El Templo de la Luna de Darnassus era imponente
y hermoso, tanto su exterior como su interior, tallado en piedra marmórea y
decorado por las plantas que crecían sobre sus paredes. Siempre me quedaba
embobada mirándolo, pero no tenía tiempo que perder. Debía poner al corriente
al Templo respecto al comportamiento de Thoribas desde su regreso. Era
inadmisible. Cuando me disponía a entrar, no tuve más remedio que detenerme,
pues Thoribas se interpuso en mi camino.
—¿Qué diablos vas a hacer sin mi ayuda?
¿Que qué iba a hacer sin su ayuda? Pude
tirar adelante sin su ayuda gracias a su indefinida ausencia y mi recluta no
había sido enviado por nadie del Templo. Podía hacer cuanto me propusiera sin
la ayuda de nadie, así que no necesitaba la de él. Tras un breve intercambio de
palabras, mi paciencia estalló en una bofetada. Miró a su alrededor, pero a mí
me daba igual quién se hallara presente. Había agotado el poco aguante que me
quedaba.
—No tienes capacidad para llevar esto sola.
—No me conoces lo suficiente como para afirmar
eso.
—Lo afirmo, Dalria. No eres capaz.
Tras soltar un par de
estupideces más, se marchó sin dejarme acabar. Cuando él decidía haber
terminado, los demás tenían que terminar también. Era su forma de hacer las
cosas, teniendo la última palabra de todo. Decidí que era mejor posponer
mi visita al Templo. Estaba irritada y malhumorada, no informaría de forma
objetiva. Además, ¿qué iba a conseguir realmente así? Nada más que darle la
razón. No necesitaba que el Templo decidiera nada por mí, sabía perfectamente
qué hacer.
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