¿Qué estoy haciendo?, me pregunté a mí misma. Mis pies me dirigían a
través del bosque, como si gozaran de voluntad propia. No era dueña de mí y por
mi cabeza paseaban ideas sumamente descabelladas. Tal vez me permitiera una
locura mientras no fuera consciente de lo que hacía, mientras era el dolor
quien actuaba a través de mí. Ni siquiera recordaba haber salido de la ciudad
para dirigirme a Dolanaar, pero allí estaba yo... y él frente a mí. Logré
detenerle pese a que pareciera casi ignorar mi presencia, pero no fui capaz de
hacer nada más que disculparme.
—¿Qué sientes? —preguntó apresuradamente.
Cuando quise darme cuenta, estaba temblando cual
hoja arrastrada por el viento. Estaba abrazándole con fuerza, a punto de
venirme abajo una vez más. Era como si Thoribas fuera lo único en ese instante
capaz de mantenerme en pie, cuerda... con vida. No obstante, me apartó de él y
la sensación de caer en un abismo se volvió a apoderar de mí. El suelo,
cubierto de hierba y hojas secas, se había vuelto frío de repente. No supe qué
responder cuando me preguntó qué hacía ahí, ni siquiera sabía porqué le
necesitaba tanto en ese momento. De algún modo le tomé como a su padre, a pesar
de no ser así. Junto a una pequeña brisa que revolvía mis cabellos volvió a mí
la cordura. Ya había hecho el ridículo durante suficiente tiempo, era hora de
regresar a la ciudad y olvidar que había acudido a él dispuesta a lo que
hiciera falta. Oí su voz llamándome, pero sabía que lo correcto era ignorarle.
Tras haber salido a pescar, me hallaba
preparando la cena. Para cuando quise darme cuenta, había hecho saviola ahumada
de más, como cuando cocinaba para Thoribas y nos pasábamos los días juntos. Me
quedé mirando ambos platos. Era incapaz de pensar con claridad, ¿por cuánto más
estaría así, sin controlarme y sin ser capaz de reaccionar ante nada? No era
capaz de prestar atención a lo que sucedía a mi alrededor y así no podía tomar
decisiones. Debería tomarme unos días de descanso, pero era momento de
mostrarme fuerte y que un pequeño contratiempo no iba a poder conmigo.
Pasaron un par de horas desde que había cenado
hasta que Enthelion llegó al barracón. El plateado brillo de sus ojos, con
cierto destello ambarino, se detuvo en mí. Uno de sus dones era ser capaz de
estudiar rápidamente y con detalle lo que había a su alrededor de solo un
vistazo. Le señalé el plato de saviola que había sobrado, aunque debía estar
frío.
—¿Tú ya has cenado? —asentí tras su
pregunta.
Tenía que sacarlo de mi interior y decírselo,
aunque solo fuera para ver su reacción y leer en su rostro su opinión. Le conté
que había acudido a Dolanaar para encontrarme con Thoribas. Tal y como
esperaba, frunció el ceño mientras cenaba, clavándome la mirada. Estaba de
acuerdo con él, había sido una estupidez, aunque no hizo falta que dijera nada
para comprender lo que aquel gesto había significado. En cuanto acabó dejó el
plato vacío sobre la mesa, levantándose tras halagar mis escasas dotes
culinarias.
—¿Hay algo más en lo que pueda ayudarte?
—No te preocupes por mí, Dalria. Tú eres la
General, yo el Centinela. Deberías darme alguna orden. Ya sabes, para no perder
la práctica.
No pude contener que estaban empezando a
cansarme tantos buenos modales. Insistía en que me debía un mínimo respeto por
ser su superior, pero... ¿Era tan solo eso, una superior a quien obedecer? Desearía
ser alguien en quien también pudiera confiar tras cada guardia o batalla,
siempre que a la hora de ponernos serios sepa cual era su lugar y cual el mío.
Tal vez debería centrarme en eso para mantener la mente ocupada.
—Tengo que mantenerte contenta, no quiero que me
mandes a alguna misión suicida.
—No le quites trabajo a Thoribas —intenté
bromear, aunque ninguno de los dos se riera con ello.
—¿Está en la ciudad?
—Sí, está... Está en la ciudad,
sí —respondí casi en un murmullo. Qué poco tacto.
—Ve a dormir si quieres —sugirió.
¿Cómo iba a poder dormir tras todo lo que había
sucedido? Erglath había fallecido y seguía sin quitarme de la cabeza a
Thoribas. Aunque le odiaba, de algún modo le necesitaba. Estaba perdiendo la
razón y dormir no me ayudaría a recuperarla.
—Demos una vuelta entonces. Tal vez te ayude a
despejarte.
Acepté su oferta y salimos del barracón. Una
brisa me azotó suavemente el rostro y era como si de algún modo despejara mi
mente. Hablamos sobre estupideces varias hasta llegar a la charca de la ciudad.
La belleza del lugar resultaba reconfortante y tranquilizadora, y agradecía que
Enthelion intentara levantar mi ánimo. Le observé en silencio mientras se
mojaba las manos, llevándose algo de agua a la cara y reprimiendo un quejido al
secársela.
—Las desinfecto constantemente, pero parece que
no surte efecto.
Le pedí permiso para examinar los arañazos de su
rostro, cogiéndole suavemente de la barbilla. Seguían teniendo tan mala pinta
como la primera vez que se los vi. Tenía la piel suave, libre de vello alguno y
el color argenta de la misma conjuntaba con el de sus níveos cabellos. Parecía
sereno, aunque me ponía nerviosa que no apartara la mirada de mí en ningún
momento. Sus heridas no estaban infectadas y creí tener lo que necesitaba en casa,
de modo que le invité a acompañarme. Sin embargo la idea no pareció agradarle.
—No me mires así, no muerdo.
Ambos sonreímos, pero en sus labios se reflejó
un ápice de ironía.
—Quieres que te trate como a una elfa normal, y
suelen morder.
—¿Qué tipo de elfas has conocido tú?
Me tumbé sobre la húmeda hierba para intentar
ver a través de las copas de los árboles el cielo, completamente estrellado. No
pude evitar pensar en mi hogar, Nordrassil, y las noches que pasaba observando
el inmenso techo celestial. Al sacar el tema preguntó si había perdido alguien.
Mi padre, desgraciadamente, había muerto en batalla durante la Tercera Guerra.
Mi hermano había perdido una pierna mientras intentaba salvar a su esposa e
hijo, quienes fallecieron allí. Aquello no había impedido a Erion acudir a
Corona de Hielo para luchar contra la Plaga y el Rey Exánime, aunque cayó para
ser levantado posteriormente como caballero de la muerte. No tuve ningún
problema en confesárselo a Enthelion. Pese a que nuestra gente rechazara algo
tan antinatural como aquellos seres, me alegraba que mi hermano siguiera con
vida... aunque fuera de aquel modo. Sin embargo no había vuelto a verle en
mucho tiempo. Enthelion, por otra parte, prefería cambiar de tema, de modo que
hablamos sobre cuánto había degenerado la raza kaldorei en los últimos tiempos.
Él me había sorprendido con sus excelentes modales cuando le conocí.
—Aun así, no saques impresiones antes de tiempo.
—No las saco, todo el mundo tiene dos caras
—poco tardaría en descubrir que el mayor ejemplo de ello sería alguien cercano
a mí. —Dejo de ser tu superior una vez me he quitado el tabardo de la orden.
—Espero que no lamentes haber dicho eso más
adelante —dijo sonriendo para sí.
Me tendió la mano izquierda para ayudarme a
levantar, momento en que tuve oportunidad de fijarme en la cadena plateada que
llevaba enrollada en la muñeca. Inconscientemente murmuré lo bonita que era,
ante lo cual me contestó con una sonrisa:
—Podrás arrebatarla de mi cadáver algún día de
estos.
—Será mejor que duermas armado —le avisé entre
risas.
Le acompañé hasta mi casa, donde hice que se
pusiera cómodo mientras buscaba entre varios frascos el adecuado para sus
arañazos. Destapé el que dejé sobre la mesa, descubriendo un ungüento
gelatinoso. Los remedios caseros de mi madre eran infalibles y me había
enseñado bien a usarlos. No pude evitar fijarme en los rasgos de mi compañero
mientras se lo aplicaba. Tenía unos ojos preciosos y unos labios fijos,
conjuntados con unos pómulos bien definidos. Algunos mechones blanquecinos de
la larga melena que llevaba suelta rodeaban su rostro.
—¿Seguro que no fue una elfa a la que trataste
mal y te arañó por ello? —bromeé.
—Oh, no. No fue en la cara esa vez.
—Creo... que ese tipo de cosas no las quiero
saber —dije medio riendo, girándole con delicadeza el rostro para untarle la
crema en otra parte.
—Tú has preguntado.
Volví a cubrir el frasco y a guardarlo en su
sitio, limpiándome las manos con un paño mientras Enthelion se despedía de mí,
inclinándose con una sonrisa. Estaba segura de que aquella noche soñaría con
aquellos profundos ojos plateados. Decidí quedarme un rato a solas en aquel
lugar, contemplando el reflejo de los árboles en la superficie, pero cuando
volví al barracón vi que una nota aguardaba mi llegada sobre la mesa.
Lamento lo de tu hijo, ya
te lo he dicho. Ahora céntrate en lo que tienes que centrarte. Dicen que las
tropas de Vallefresno han marchado a Khaz Modan, tal vez podáis causar algunas
bajas en su aserradero. Decide tú, por una vez, y olvida cuanto se refiere a lo
que pasó, por Elune.
Me sentía furiosa, indignada. Había olvidado lo
que pasó, había olvidado lo que casi sucede en Auberdine como si nada más
importara en aquel momento. Aquellos recuerdos ya no significaban nada para mí
y no pude evitar decírselo usando el comunicador de la orden. Él prefirió
seguir discutiendo, pero yo no quería meterme más en el tema. Me avergonzaba
haber pensado en él como lo hice, haber pensado que tal vez en él pudiera haber
hallado a mi compañero. Sabía que el necesitarle se debía simplemente al mal
momento por el que estaba pasando, a que quería poder con todo sola sabiendo
que se me vendría luego encima.
—Ya lo hablaremos mañana, Thoribas.
Hablaremos largo y tendido si es lo que quieres.
—Por mi parte está todo dicho, tú eres la
reacia a entenderlo —replicó.
¿Acaso pretendía que dos únicas personas,
Enthelion y yo, fuéramos a causar bajas en el aserradero orco de Vallefresno?
¡Aquello era una locura! Era meterse en la boca del lobo a sabiendas de que no
había escapatoria. Ya estaba harta y debía poner fin a aquella situación.
¿Quería que me centrara? Iba a hacerlo.
—No sé cuánto tiempo llevo soportándote, pero
ya no más. No voy a ser yo quien mueva su hermoso trasero para irse.
—¿Abandonas? —casi podía ver su
sonrisa de satisfacción ante la simple idea de tener la orden a su completa
disposición.
—¿Crees que te lo pondré tan fácil?
Me disponía a ir al Templo de la Luna cuando
recordé que ya era demasiado tarde y que sería mejor ir al día siguiente, por
la mañana, de modo que regresé al barracón a mitad de camino. Cuando llegué, el
kaldorei que había atacado a Enthelion se encontraba allí, así que desenvainé
mi cimitarra sin dudarlo ni un momento. Las inscripciones en la hoja de mi arma
brillaban con el reflejo de la luna, lo que puso en alerta al elfo.
—Espera. ¿Se encuentra bien el elfo ese?
Le repetí varias veces que se marchara o que
volviera en otro momento, pero no lo hizo. En su lugar se disculpó por habernos
interrumpido el día anterior y me pidió que le transmitiera sus disculpas a
Enthelion. Envainé mi arma mientras le exigía una explicación por haber atacado
a mi soldado, pero para mi sorpresa no había motivo alguno.
—Llevaba ya un calentón de más y me acabó de
provocar.
Antes de marcharse volvió a disculparse.
Me tumbé en la cama pensando en la carta de
Thoribas. ¿Qué pretendía, enviarnos a una muerte segura y quedarse él solo en
la orden? Sí, él solo, porque la recluta enviada por el Templo de la Luna no
había dado señales de vida en mucho tiempo, o al menos seguía sin saber nada
respecto a ella.
Jamás había conocido a nadie tan peculiar en mis
tres siglos de vida. Frío, distante y arrogante al principio. Después, amable y
encantador. Ahora volvía a ser el arrogante de siempre, sumándole que se había
vuelto egocéntrico, idiota y suicida. ¿Quién era en realidad bajo la máscara y
qué pretendía? Era un completo desconocido y sus ideas me sorprendían más con
cada día que pasaba. Me era imposible leer su mente, intentar adentrarme en sus
pensamientos. Su mirada no me transmitía nada, era un muro infranqueable.
Aquella noche dormí segura de una cosa: Thoribas deseaba controlar a los
Centinelas de Elune, pero no iba a ponerle las cosas fáciles.
Había sido un día tranquilo, pero por una vez no
me había molestado aquello. Regresé al barracón de la orden tras abandonar el
campo de entrenamiento, dejando que la suave y cálida brisa acariciara mis
cabellos que caían delicadamente sobre mi espalda, tapando el dorado bordado
trasero de mi tabardo blanquecino. La inmensa ciudad estaba en calma y tan solo
la invadía el murmullo de la frondosa naturaleza que la rodeaba. Había dormido
sin interrupciones ni pesadillas, me sentía fresca. El recuerdo de Erglath
había irrumpido en mis sueños varias veces desde que Jedern le trajera y tan solo
me había despertado la noche que pasé en su casa, buscando consuelo en alguien.
Intentaba borrar aquel estúpido momento de mi mente cuando me percaté de la
presencia de un kaldorei de cabellos azulados en el barracón. Al acercarme vi
que se trataba del mismo del día anterior.
—¿Todavía no está?
—Es obvio que no —intenté cortarle, pero no
parecía tener ganas de marcharse.
—Vaaaaale, ¿tú eres su...?
—Superior; General de los Centinelas de Elune
—contesté tajante y rápidamente.
—¿Entonces sois las centinelas quienes me
pegáis?
¿Dónde demonios tenía ese elfo la cabeza? Hice
que se marchara, cansada de su necedad. Ya tenía suficiente con la de Thoribas
y no podía aguantar más. ¿Quién pretendía que fuera, su compañera o algo
parecido? Nadie iba a tocar a mis hombres y creo que quedó bastante implícito
en mis palabras... aunque el druida era una clara excepción.
Decidí largarme del lugar para darme un baño en
la charca, sumergiéndome en sus sosegadas aguas. Los momentos llenos de
tranquilidad como aquel eran escasos. En realidad, eran los únicos que tenía.
Me apoyé contra el tronco caído sobre el agua y volví a recordar mi error con
Jedern. Me había parecido verle mientras caminaba por la ciudad, pero no estaba
completamente segura.
No debí haberme quedado en su casa aquella
noche. No debí abrir mi maltrecho corazón por más que necesitara sacarlo todo
fuera. No a alguien que sabía que sentía algo por mí, alguien que deseaba
tenerme como su compañera y que era capaz de desnudarme con la mirada, alguien
que habría hecho mi ropa jirones para poseerme si se lo hubiera permitido. Me
hundí en el agua, intentando refrescar mis pensamientos mientras repetía para
mí lo idiota que había sido aquel día.
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