Las horas pasaban lentas aquel día. Le había pedido a Deliantha que pasara la mañana conmigo tras desayunar juntas en su casa, donde Ash'andu disfrutaba de una larga siesta en la cama de la kaldorei. Tras ello nos dirigimos a la zona de entrenamiento pese a que insistía en que debía recuperarme por completo de mis heridas antes. Era consciente de que tenía razón, pero consideraba que había pasado demasiado tiempo descansando.
—Si eso es lo que quieres, ven conmigo.
Me guió hacia la salida de la ciudad, llevando
cada una nuestras armas. Seguimos el sendero hasta que se adentró en el bosque
en dirección norte. En un momento de despiste la perdí de vista. No escuchaba
sus pasos, todo el ruido que había era el que la naturaleza producía. Avancé
con prudencia en la dirección en que la elfa se había dirigido, preparando una
flecha contra el arco que apuntaba hacia el suelo. Si bien ella no era un
peligro, sabía bien en qué parte estaba. Además de la fauna salvaje del lugar
también había arpías. Se decía que aquellas criaturas fueron kaldorei
castigadas por haber traicionado a la Reina Azshara, aunque el líder enano
aseguraba que eran descendientes de Aviana, una de los ancestros de mi pueblo.
Fuera como fuese, eran seres peligrosos con los que había que tener cuidado y
estar preparado.
Algo llamó mi atención. Mis oídos percibieron
algo y escuché a mi alrededor. El sonido de las aves, el agua corriendo en un río
cercano, las pisadas de un conejo a pocos metros de mí, el aleteo de una
libélula... Todo parecía estar dentro de lo normal, tal vez mi imaginación me
estaba jugando una mala pasada. Seguí avanzando con precaución y, aunque estaba
segura de pisar sobre seguro, tropecé con algo. Caí al suelo y perdí la flecha,
aunque no el arco, y lo interpuse entre Deliantha y yo cuando se abalanzó sobre
mí. Empuñaba el arma en su vaina para no hacer heridas y lo había detenido
justo a tiempo. Intenté quitármela de encima empujándola con una pierna, pero
tal era el dolor que no pude. Con un rápido gesto me quitó el arco de las manos
y lo tiró a unos metros de distancia, inmovilizándome y colocando la vaina
sobre mi cuello.
—Primero recupérate, después entrena.
Se puso en pie y me tendió la mano para ayudarme
a levantar, la cual acepté. Colgó la vaina en la parte trasera de su cinturón y
yo volví a por mi arco y flecha. Regresamos sin percances hacia la zona de
entrenamiento de Darnassus junto a ella. Su habilidad con el arco era
impresionante, pero jamás la había visto entrenar cuerpo a cuerpo. Tenía más
fuerza que yo y sin duda estaba mejor entrenada, ya que siempre había evitado
el combate cuerpo a cuerpo. Aquello me hizo preguntarme porqué el Templo me
había elegido a mí, y no a ella. Sus superiores hablaban bien de ella, pero
también decían que era demasiado impredecible. ¿Acaso yo lo era y por eso
Thoribas me había utilizado? Tal vez, pero Thoribas creía ser mejor que nadie y
eso le había hecho acabar a un par de metros bajo tierra, sin vida.
Por la tarde hablé brevemente con Enthelion. Sus
heridas ya estaban mucho mejor, por lo que partiría a Vallefresno. Pese a los
resultados de aquella mañana con Deliantha me ofrecí a acompañarle, pero se
negó.
—No voy a hacerte ir, no mientras estés herida.
Acepté de mala gana. Tenía razón, y aunque era
yo quien tomaba las decisiones debía usar el sentido común. Antes de conocerle
habría ido sin importar mi estado, no lo habría tenido en cuenta, pero ahora
era distinto. Ambos velábamos por el bienestar del otro, nos preocupábamos. Si
iba tal y como estaba y había problemas, no me habría podido defender por mí
misma como debería y habría necesitado su ayuda, poniéndonos a ambos en
peligro. No quería que eso ocurriera, que pudiera correr peligro por mi
insensatez. Le vi partir y no pude sino desearle suerte, aunque habría deseado
poder rodearle con los brazos. Marché hacia el Templo y allí recé, frente a la
estatua de Haidene, por el bienestar del centinela. Antes de meterme en mi cama
aquella noche, me acerqué a la pequeña balconada. La luz de la luna llena se
reflejaba en el lago de la ciudad. Alcé la mirada y allí estaba ella, la Dama
Blanca, radiante junto a la Niña Azul, la otra y más pequeña de las dos lunas
que surcaban el cielo de Azeroth. Recé a Elune una vez más para que el viento
soplara a favor del barco que llevaba a mi compañero hacia Costa Oscura, que no
hubiera contratiempos en el camino que le separaba de la Atalaya de Maestra y
que no se topara con ninguna sorpresa una vez allí.
No podía dormir. Era una simple misión de
reconocimiento, sólo recolectar información sobre el número de tropas orcas y
su localización, nada más. No tenía porqué tener problemas, pero aun así tenía
un presentimiento, una sensación que me oprimía el pecho. ¿Y si se acercaba
demasiado y le descubrían? ¿Y sí caía en algún tipo de trampa? Iba
completamente solo y no estaba exento de riesgos. Di varias vueltas en la cama
hasta que me incorporé y cogí el próximo barco que zarpaba de Rut'theran. De camino
a Vallefresno a lomos de Do'anar tomé la runa.
—¿Va todo bien?
—S-sí... —tardó en contestar—. Tan
solo ha sido un rasguño. He subestimado a su líder, pero está todo bajo
control.
—Por supuesto, te han herido pero está bajo
control.
Insistió en que no debía preocuparme, pero yo
misma en las criptas en las que Thoribas me había encerrado le había dicho que
todo estaba bajo control cuando no era así. Por ello espoleé a mi sable,
indicándole que se diera prisa. Su silencio me ponía nerviosa, no sabía si le había
pasado algo más o si estaba bien.
—¿Qué te ronda la cabeza?
—Estoy llegando, ¿dónde estás? —pregunté,
cerca de la Atalaya de Maestra.
Se encontraba en lo que quedaba de la Avanzada
Ala de Plata, junto al río Falfarren. Mi gente había tenido que retirarse de la
avanzada con anterioridad. El número de orcos era mucho mayor que el nuestro y
se habían visto obligados a retroceder hasta Astranaar, otra aldea que habíamos
perdido a manos del enemigo. Cuando estaba llegando, le contemplé mirando al
río. Desmonté y me acerqué a él, quien al oír a alguien tras de sí desenvainó
el arma.
—Baja el arma.
Volvió a envainarla. Estaba ensangrentado de
cintura para abajo, dos cortes en su pechera y a saber qué marcas tendría bajo
la armadura. Era evidente que nuestra idea de tener todo bajo control no era la
misma. Acerqué las riendas de Do'anar para que montara, pues cojeaba al caminar
y no iba a permitir que recorriera así el camino hasta Auberdine. Al percibir
que el cuerpo entero le dolía, le pedí que me mostrara sus heridas. Le ayudé a
deshacerse del tabardo y la pechera. Todo él estaba lleno de sangre y perdía
demasiada. Una vez con el pecho al descubierto, varios hematomas y cortes
surcaban su piel. Le habían golpeado con fuerza con un escudo cubierto de púas.
—¡Por Elune!
Me extrañaba que se tuviera en pie y erguido.
Debíamos regresar cuanto antes y tratar sus heridas. Perdía demasiada sangre y
no llevaba nada conmigo que pudiera serle de ayuda, ni tampoco tenía
conocimiento alguno para poder ayudarle. Oí el graznido de un cuervo cerca de
nosotros y no le presté la más mínima atención mientras pensaba en cómo ayudar
a Enthelion, hasta que el ave empezó a tomar forma humanoide. Ante nosotros
teníamos a una kaldorei de piel rosada y cabellos azulados, con tatuajes faciales
rojizos que atravesaban su rostro verticalmente.
—Qué oportuna —murmuró mi compañero, quien me
dijo que no la conocía mediante la runa de comunicación cuando le pregunté.
—Seguro que la espada orca estaba oxidada
—comentó.
Enthelion se apoyó en mí, mareado, y le sostuve
para que se mantuviera en pie como deseaba. La druida se acercó al kaldorei y
posó una mano sobre el gran corte que tenía en el costado. Como por arte de
magia, el corte parecía cerrarse con el paso de la mano de la mujer. La magia de
la naturaleza aceleraría su curación, aunque no lo lograba en el acto. Había
hecho que dejara de sangrar, pero habría que desinfectar de todos modos la
herida y atenderla debidamente. Aun así, el escozor que el elfo había sentido
había sido tan intenso como para notar su mano aferrándose a mí para
aguantarlo. Cuando hubo acabado, se separó de mí y se acercó a la orilla,
tumbándose, mientras la mujer se dedicaba a coger algunas plantas que minutos
más tarde mezclaría. Me acerqué a Enthelion y me arrodillé a su lado,
observándole. Le daría unos minutos para que se recuperase aunque fuera un
poco, pero debíamos regresar y él debía descansar debidamente. Era hora de que
cuidara de él. Antes de irnos, la kaldorei me dio una pequeña bolsa de cuero
con diversos objetos en su interior y me proporcionó instrucciones. En cuanto
Enthelion y yo montamos sobre Do'anar, puse rumbo a Auberdine. Debíamos llegar
cuanto antes, así que me aseguré de que se cogía fuerte a mi cintura y espoleé
a mi sable con los talones.
Habíamos llegado a la Atalaya de Maestra cuando
me pidió que me detuviera y tiré de inmediato de las riendas. Enthelion tenía
la cabeza apoyada contra mi espalda. Estaba mareado y necesitaba descansar.
Aunque no me gustaba la idea de quedarnos allí, lo hicimos. No había más
remedio. Le ayudé a desmontar y pasé uno de sus brazos por encima de mis
hombros, dejando que apoyara su peso en mí. Al ver su estado nos dejaron pasar
sin demora al interior del edificio principal, donde ayudé a mi compañero a
sentarse y apoyar la espalda contra la pared. Su mirada estaba clavada en mí,
pero debía usar lo que la druida me había proporcionado para cuidar sus heridas
cuanto antes. Tal y como me había indicado, empapé las heridas con el líquido
que había hecho con las plantas. Un gruñido escapó de su garganta.
—He salido de ocasiones peores, no exageres
—murmuró.
—Eres consciente de que tú te lo dices todo,
¿no?
Fingí una pequeña sonrisa cuando le miré al
contestarle, pero debía terminar con aquello cuanto antes. Seguí impregnando las
heridas con sumo cuidado con aquel líquido natural, cubriéndolo luego de las
hojas que había en el saquito de cuero para luego vendarle. Aquella noche la
pasaríamos allí, pero al día siguiente montaría conmigo de vuelta a la ciudad
aunque él no lo viera tan claro.
—¿Cuántos eran? —me senté a su lado tras
quitarme guantes y hombreras, acomodándome contra la pared.
—Al principio los abatí uno a uno, a los
rezagados. Su líder tenía dos dedos de frente y me tendió una trampa, logré
huir pero no me dio tregua. Estuvo buscándome.
Se apoyó contra mi hombro y le pasé el brazo por
encima de los suyos, dejando que se acomodara. Tenía que haberle acompañado,
pero seguía insistiendo en que no había sido para tanto. Hablamos un poco y nos
distrajimos el uno al otro, hasta que volvía a dejarme la mente en blanco.
Recorrió mi cuello con la yema del dedo índice, pasándola suavemente por mi
piel mientras su mirada permanecía clavada en mis ojos. Se la devolví, y hubo
algo en ellos que me llamó la atención a la par que preocupó.
—Me había parecido ver un tono verdoso en tus
ojos.
No le dio importancia y dirigió su mirada hacia
mi cuello mientras su dedo iba y venía. Sin embargo, si lo que había visto no
había sido el reflejo de nada, era algo que me preocupaba... aunque sus
caricias hicieron que pronto me olvidara de eso y de todo lo demás. Me estaba
malacostumbrando a ellas. Me gustaban y no dudaba en proporcionármelas. Pronto
se acercó a mí, apoyando la mejilla sobre mi clavícula, y noté mi pulso
acelerándose. Él debía haberlo notado también, pues deslizó el rostro en
dirección ascendente, hacia mi cuello, hasta que arqueó la espalda con un gesto
de incomodidad. Gracias a Elune aquello hizo que volviera a colocarse con la
espalda contra la pared, pero no dudó en acercarme a él para apoyarme en su
hombro. Fueron varios minutos los que así permanecimos, en silencio, relajados.
No sé qué pasaría por su cabeza, pero en la mía sólo había paz. Noté su
respiración más profunda y su mano sobre mi muslo. Estaba quedándose dormido y
yo no tardaría mucho en hacerlo. Me había llevado un buen susto al ver sus
heridas. De no haber acudido o de no haberle ayudado aquella kaldorei... Sólo
Elune sabía lo que podría haber ocurrido, pero lo importante es que estaba
bien, estaba a salvo y seguía a mi lado.
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